12.8.08

De llantos y cuentas suizas

Por Miguel Bonasso

La historia es bizarra, demostrativa de la catadura moral del genocida Antonio Domingo Bussi, y me la relató alguien que la sufrió en su propia sangre.
A fines de febrero de 1976, el general retirado Julio Alsogaray, ex comandante del Ejército durante la dictadura de Onganía y hermano de Álvaro Alsogaray, viajó a la ciudad de Tucumán acompañado por su esposa Zulema Legorburo. Marcharon como quien avanza hacia el patíbulo, tratando de negar lo que les esperaba: la certidumbre de que su hijo menor Juan Carlos había sido desaparecido y asesinado por los militares en el monte tucumano, en el marco de lo que llamaron el “Operativo Independencia”.
Amaban a ese hijo de 29 años, a pesar de las diferencias abismales que los separaban de él: Juan Carlos, “el Hippie” Alsogaray, ex estudiante de sociología en el mayo francés, era un cuadro importante de la organización Montoneros.
El general, su hermano Álvaro y su sobrina María Julia Alsogaray eran figuras emblemáticas de la ultraderecha “liberal” argentina. En 1964, unos pocos años antes de comandar el Ejército durante la penúltima dictadura militar, el general Alsogaray había dirigido la Gendarmería y conducido personalmente la cacería de los guerrilleros que seguían al Comandante Segundo, el célebre periodista Jorge Ricardo Masetti.

Sin embargo, a pesar de su anticomunismo y antiperonismo viscerales, mantenía una relación entrañable con sus hijos Juan Carlos y Julio, enrolados ambos en el peronismo revolucionario. Pocos meses antes del vía crucis a Tucumán, en diciembre de 1975, el matrimonio Alsogaray había pasado la Navidad con sus hijos. El “Hippie” había violado una ley de la clandestinidad para encontrarse con sus padres y su hermano. En un momento de la extraña fiesta, intuyendo que podía ser su última Navidad, el guerrillero abrazó al general y le confesó: “Te quiero mucho”. El general balbuceó: “Decímelo de nuevo”. Y se abrazaron, llorando.
Dos meses más tarde, a fines de febrero, los Alsogaray recibieron un telegrama en clave de Adriana Barcia, la compañera de Juan Carlos, donde les daba a entender que el Hippie había faltado a una cita de control y podía haber caído en manos del Ejército. De inmediato decidieron viajar a Tucumán. Llegaron de madrugada y Bussi, que en ese momento conducía la Quinta Brigada y el “Operativo Independencia”, los recibió en su domicilio particular. Fue la última deferencia para con un “camarada de armas”, que había sido su comandante en jefe en el Ejército.
El general, que poco después del golpe sería nombrado gobernador de Tucumán, mandó a pedir unos documentos al Comando de la Brigada y se los trajeron a toda velocidad. Los Alsogaray, sin quererlo y sin saberlo, resultaron ser testigos de aquello que los familiares de los desaparecidos sostendrían durante décadas: que los jefes de la represión clandestina llevaban un registro minucioso de todos los prisioneros desaparecidos y asesinados, incluyendo sus fotografías, vivos o muertos.
Zulema Legorburo de Alsogaray, que había llegado en estado de shock a San Miguel de Tucumán, largó un sollozo cuando encontró en una de esas carpetas la foto de su hijo menor, con el rostro cosido a bayonetazos.

Bussi se indignó y le advirtió con vozarrón cuartelero: Señora, no le voy a permitir que llore en mi presencia. Si va a llorar, retírese. Porque si usted ha perdido un hijo yo todos los días pierdo hijos en esta guerra.
Pasaron los años y una democracia desmemoriada hizo a Bussi diputado y gobernador. El 13 de febrero de 1998, en el marco del célebre proceso a los represores argentinos que llevaba adelante el juez español Baltasar Garzón, la fiscal suiza Carla del Ponte remitió información irrefutable sobre una misteriosa cuenta en Suiza del represor devenido gobernador. Bussi, acosado por el escándalo y la presión de la oposición, tuvo que recibir a la prensa nacional y contestar la incómoda pregunta.
“Ni lo niego ni lo afirmo”, dijo el dios implacable del “Operativo Independencia”. Y ante el asombro de los periodistas, la voz se le estranguló y se largó a llorar. Al día siguiente la legislatura tucumana aprobó la formación de una comisión investigadora. El 18 de febrero la Cámara de Diputados de la Nación abrió la declaración jurada que hizo Bussi al asumir su banca en 1993. No figuraba la cuenta suiza.
El 19 de febrero Bussi volvió a llorar ante los periodistas y dijo que había omitido “sin intencionalidad” la existencia de la cuenta helvética. “Sin intencionalidad” el represor seguiría “omitiendo” los datos que irían saltando en los meses siguientes: siete cuentas en bancos extranjeros, 18 en diversas entidades nacionales y una larga colección de inmuebles, en Tucumán, Buenos Aires y Punta del Este. Solamente su departamento en Avenida del Libertador 2237 fue valuado por la legislatura tucumana en 413 mil pesos-dólares.
Ni Zulema Legorburo, ni el general Julio Alsogaray, alcanzaron a ver cómo el señor de la guerra que no lloraba “por sus hijos” lloraba por sus cuentas bancarias. Zulema Legorburo murió en 1992 y su esposo dos años más tarde. Ambos sobrevivieron al Hippie, soportando en silencio nuevos agravios y renovados temores. En 1980, el hijo mayor Julio estaba exiliado en Uruguay y su padre le advirtió: “Ni se te ocurra regresar, porque el canalla de Bussi te haría asesinar solamente porque sos el hermano de un montonero”. Más tarde, en una charla con el hijo sobreviviente, afirmaría que el teniente coronel Albino Mario Alberto Zimmerman, que había sido jefe de policía en tiempos de Bussi, era “el Himler de Tucumán”.

Una idea terrible, que cuestionaba toda su vida, asomaba a veces en la conciencia atribulada del general Alsogaray: que la doctrina pentagonista en la que habían sido formados los jefes del Ejército, había procreado monstruos como Bussi. O mentirosos, como el general Héctor Ríos Ereñú (jefe del Ejército durante el gobierno de Alfonsín), que le inventó al difunto Juan Carlos Alsogaray un supuesto plan para asesinar a su propio padre.
Quien sobrevivió, para declarar contra Bussi cuando la Cámara de Diputados le rechazó el diploma en el año 2000, fue Julio Alsogaray. Que sigue imaginando, en el sin fin del cerebro, la escena de la madre a la que le prohíben llorar.

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